miércoles, 10 de abril de 2013

LOS SONES DEL CAMPO EN NAVIDAD





Es Navidad cuando más actividad hay en nuestros campos. Es la época de recolección.

Las calles en esta época están llenas de aceituneros a la hora de dar de mano. El ajetreo de gentes acudiendo a las tiendas para comprar las provisiones para el día siguiente, no para.

Colas en la entrada del estanco para hacer acopio del tabaco que le sirva para afrentar un duro día de trabajo, o para meter dinero a la tarjeta del móvil.

En las puertas de las librerías en busca de que la fortuna le sea propicia y les ayude a llevar una vida más placentera.

Corrillos, en fin, de gente delante de los establecimientos comentando las incidencias que ha dado el día en el campo, nuestro campo.

Colas inmensas para llevar la aceituna recogida a la cooperativa. Muchos tardan más horas en la espera de su turno para pesar, que las horas echadas de jornal.

Pero este año las cosas no son así. Cualquiera que pasee por el campo no oye los sones típicos de esta época. Aunque sea el molesto y monótono sonido zumbón de las máquinas recogedoras de aceitunas: vareadoras y la ruidosa sopladora. Y menos los alegres sones de años atrás. Ni los cánticos de los pájaros, en los días casi primaverales que nos acompañan desde que empezó la recolección de esta campaña aceitunera, se oyen resonar entre los olivares.

Andando por los caminos de nuestro pueblo te invade la melancolía. Nuestra alma se contagia con la tristeza que emana del campo, de nuestro campo estéril. Estéril de fruto que hace que las personas que viven de él, aunque acostumbrados a sus vaivenes, vean un panorama desilusionado para un futuro muy próximo e incierto.

Como iba diciendo en mi andar por esos caminos me hace pensar en los sones que otrora surgieran de los ingentes olivares que nos rodean.

Aquellos sones, relativamente muy cercanos en el tiempo, se oían y se oyeron en centurias y milenios en estas tierras engendradoras de aceite.

Me vienen a la cabeza los cánticos que le decían a las cuadrillas de aceituneros cuando volvían de los tajos de regreso a sus casas, los chiquillos, los más pequeños porque los más espigados eran miembros integrantes de esas cuadrillas: “Aceituneros del pío, pío, cuanta aceituna habéis recogido; fanega y media y el culo frío”.

Cuadrillas de aceituneros que con las primeras luces de la mañana se iban formando, mientras caminaban hacía su tajo, por las distintas calles de nuestro pueblo. Y a la vez que se formaban y se agrupaban en grupos más heterogéneos, se deshacían para quedarse, al final, aquellos del mismo tajo.

En ese devenir mañanero por los caminos que salían de los cuatro puntos cardinales, unos hacía los Álamos, el Acemilero, el Lorente etc., otros en dirección contraria: Las Ventillas y el inmenso cerro olivarero del Portazgo con sus infinitas veredas que iban surgiendo de la orilla derecha de la carretera: Malancao, Don Tristan, Los Chatos, Los Arreciantes, el cortijo de Ojeda, el de la Tía Clara o de mi abuelo, los Pateras, el de Molina y en el confín del termino, Los Manolones. El tercero por la carretera de Fuentebuena, abriéndose en dos uno hacia Cañarada y otro hacia las Arroturas atravesando o saliendo ramales que como una tela de araña unía las aldeas cercanas a estas grandes vías locales con los pequeños cortijos dispersos entre ellas: desde los Galindillos por un lado y la Zarza por el otro.

Todo era a pie. Los caminos embarrados que por la mañana estaban duros por el hielo de la noche, a veces hacían perder a más de un aceitunero el ligero zapato, alpargata encintada, al meter el pie en la huella de las bestias de carga. Por la tarde, a la vuelta, estas huellas estaban llenas de agua por el deshielo y hacían resbalar a algún descuidado que metiera el pie en ellas.

Los sonidos del campo era el bullicio de contarse las experiencias vividas, y como no hablar del tiempo de unos tajos a otros en el trayecto de camino compartido, hasta que alrededor de una lumbre se arremolinaban los trabajadores esperando la voz que dijese al tajo o a engancharse.
Preparándose para empezar la jornada


La conversación entre los compañeros de trabajo no cesaba mientras las mujeres se apañaban los refajos, se calentaban los pies y se ponían la protección de sus dedos, los cascabitos, sentadas sobre sus espuertas, que era como aislante del suelo.

Y los hombres calentaban sus varas después de haber colgado las meriendas que en sus varjas transportaban enganchadas en ellas desde su casa por caminos y veredas. Se aligeraban de ropa colocando cerca de la pila de la aceituna su pesadas pellizas con sus petacas de tabaco verde o de cardo gallina colocadas en ellas, se volvían liando el último cigarro antes de empezar el trabajo. Y los niños se quitaban las chaquetas de sus padres, cuyas mangas arrastraban por el suelo y que le servían de chaquetones para dejarlas en el mismo sitio que ellos.

Algunos aprovechaban este rato para desayunar con una torta de manteca o algún bollo de aceite y no faltando casi ningún día hacerse un bocadillo rudimentario con un chorizo o un trozo de tocino asado en esa lumbre.

Entonces, todavía bien abrigados, esto de bien abrigados habría que verlo comparado con hoy día. Entonces como decía abrigados o más bien forrados con mucha ropa, que no es lo mismo, se empezaba el trabajo.

Las mujeres cogían su espuerta y sin protección en las manos ni rodilleras en las rodillas se iban derechas a las olivas formando grupos de cuatro o cinco, si el tajo era lo suficientemente grande, con aquellas que le eran más propicias o se llevaban mejor que con otras. Algunas llevaban la picardía de ponerse en el sitio donde hubiese más aceitunas amontonadas y dejando los salteos para las más jóvenes o las últimas que llegaban a las oliva o buscar la parte más soleada para pasar menos frío por la mañana y por la tarde la más sombreada para evitar la modorra del sol después de comer.

Ahí empezaba otro sonido en el campo el cuchicheo entre las mujeres del mismo grupo, normalmente bajo, y a voces más altas dependiendo la comunicación con los grupos cercanos o más alejados del tajo. Así como metiéndose o provocando bromas, a los caminantes que pasaban cercanos o cuando se acercaban a tajos colindantes.

Los hombres tendían los minúsculos mantones de lona, hoy se les llamaría bufandas que se usan para tapar entre los troncos en las olivas de varios pies. En estos mantones había que tener cuidado al pisarlos de que no hubiesen aceitunas donde poníamos los pies para no mancharlos, no se arrastraban nunca, se llevaban en vilo.

Y entonces empezaba ese sonido que cada vez se oye menos en nuestro campo, y este año menos. La vara chocando contra las ramas o las hojas del árbol: el tac-tac o zas- zas y silbido de la vara con las hojas de las faldas o el entre chocar de esta entre las ramajes de los senos de la oliva.

Cuando el frío hacía mella, estos días eran los más fríos casi siempre, las mujeres acudían por lo general a calentarse las manos a la lumbre del tajo. Dependiendo de la voluntad del manijero o del encargado estaban más o menos tiempo calentándose. Había algunos de estos personajes que no les gustaban encender lumbres para que las mujeres no perdieran tiempo. Pero para coger las aceitunas una a una las manos no podían estar heladas, con ellas así si cogías una y se te caían dos.

El cuchicheo de los chismes era un sonido peculiar en los tajos grandes. Algunos hombres rompían la monótona sinfonía de la vara arrancándose con algún cante típico de la tierra. Mas tarde se llenaría el aíre con el sonido del algún transistor o de algún tocadiscos portátil

La paz y la armonía dentro del tajo se rompía, a veces, cuando alguien que tenía mucha picardía y pocas ganas de trabajar, aceleraba o hacía a los compañero de grupo hacerlo, para llegar los primeros para coger el hilo nuevo que al parecer era mas fácil. O retenerse para que otros cogieran primero el hilo, que por supuesto era el de olivas con más briega. Esto de la picardía lo hacían la mayoría de las veces las personas mayores, haciendo que los más jóvenes hiciesen ese trabajo extra para terminar el primero el hilo animándoles y jaleándoles el esfuerzo o echándoles el freno de mano para ralentizar.

Si las mujeres, en su recogida, se acercaban mucho a los hombres, estos al limpiar los mantones, en las pavas dejaban más aceitunas de la cuenta para que se entretuvieran más al espulgarlas. Por el contrario, cuando las distancias eran más largas entre ellos, los hombres se entretenían mas en la limpia de los mantones y en las pavas apenas había menos aceitunas. Y así ante el manijero o el encargado se hacía notar menos los rendimientos de unos y otros.

Los más jóvenes, a veces los niños, eran los encargados de trabajar al lado de la criba, quitando las hojas o pequeños tallos que se colaban en el esportón de la aceituna limpia. Un hombre mayor era el encargado de cribar o echar la aceituna por el harnero y de llenar los sacos con la limpia mientras que el joven o la joven lo abrían.

Los aguadores o encargados de traer y suministrar el agua eran también los más jóvenes. En los tiempos que apenas se usaban el plástico, el agua se traía en cántaros de las fuentes o pozos cercanos al lugar de trabajo. La picaresca de algunos de ellos hacían coincidir este aprovisionamiento con la hora del recreo de la escuela para jugar un rato con sus compañeros que estaban en ella. Esto no lo podían hacer todo el mundo, los que más eran lo de la finca de la Donosa.

Llegada la hora de comer, muchos días se pactaba según el tiempo que hacía la duración de la comida, casi siempre 45 minutos. Por parentesco y o amistad se aproximaban cerca de la lumbre para compartir merienda, que calentaban o asaban en ella.
Almuerzo en el tajo

Al la voz de “aire de levante”, empezaba otra vez el trabajo, si hacía un buen día de sol con alguna modorra y sobre todo aquellos que abusaban del néctar de los dioses durante la comida.

Los jóvenes de apariencia más fuerte ayudaban a cargar los sacos limpios de aceituna para llevarlos con bestias al lugar donde pudiese entrar algún medio de transporte y cuando estuviese lista toda la carga que pudiese ser llevada acudían dos o tres de estos jóvenes a cargarla en el camión o tractor.

Y donde no tuviesen estos medios de transporte, la aceituna era acarreada por reatas de burros de arrieros profesionales o de mulos acompañados de sus respectivos muleros. Los caminos tenían una animación, que hoy en día sería inimaginable: el canto de los arrieros y las voces para espolear a las bestias

Las bromas y los chascarrillos alegraban el duro trabajo, que algunas tardes se hacían interminables a la espera que te dijesen: a doblar los mantones. Las mujeres estaban atentas a esta maniobra para vaciar sus espuertas llevándolas a la criba e ir quitándose sus protectores de los dedos, los cascabitos, dediles hechos con bellotas las y sayas para meterlas en ellas y traerlas de regreso a su casa.

El manijero o el encargado se llevaba o escondía la criba y entonces quemaba los tallos y hojas de la limpia de la aceituna, así como de las pavas resultantes de la limpia de los mantones. Columnas de humo se aterraban, las mayoría de los días, camino o en busca del río al encuentro del agua. El olor a humo y grasa del aceite inundaba el ambiente.

Entonces empezaba el camino de vuelta desandando lo de la mañana y volviéndose a agrupar los diferentes tajos o cuadrillas dispersas a las entradas del pueblo. Entrada algunas veces con aire triunfal con las varas al hombro como alabarderos después de una batalla ganada otros rendidos por el duro esfuerzo del día como derrotados en el combate. Y el canto de los más pequeños los recibían al entrar en contacto con nuestro pueblo: “aceituneros del pío pío cuanta aceituna…..”

Bullicio y algarabía en los campos y caminos nuestros.

Había entonces entre los jóvenes y las jóvenes de cada casa una carrera para ver quién antes se podía lavar y arreglar, si era día de fiesta, para salir. Había bailes en todas partes, con músicos ambulantes, una guitarra o un acordeón.

Los hombres se arreglaban, o no, para comprar tabaco e ir al bar. Las madres, que parecían no cansarse, seguían trabajando en la casa para tenerlo todo limpio, lavar la ropa y limpiar la casa y dispuesto, la comida de la cena y la merienda para otro día de trabajo.

El bullicio iba del campo a las calles de nuestro tiempo, y el olor de la molienda del aceite inundaba todo el pueblo.

Todos estos sones fueron cambiando poco a poco en los años 70, lo mismo que la transición política. Primero cambiaron ir al trabajo andando y después hasta los 90, el uso cada vez más ruidoso de las máquinas actuales: vibradoras y sopladoras pasando por los silenciosos rodillos recogedores y cepillos para barrer. Así se fue apagando la voz y el murmullo humano y se apoderó el zumbido ruidoso de las máquinas.

Pero este año ni esto último ni la olor de la molienda se nota en el ambiente de nuestro pueblo.





NOTA: PUBLICADO EN LA RADIO MUNICIPAL ESTAS NAVIDADES EL 2-1-2012